Grano a grano se hacen los castillos de arena. Ola tras ola desaparecen. ¿Cómo sustraerse al influjo de la tierra y el agua que luchan en las tibias sábanas de nuestras costas?
29 de mayo de 2009
Caras en la pared
Horacio, después de abandonar la cantina, dio tumbos por calles desconocidas. Le fastidiaba tanto hacer plática con personas cuyo nombre no encajaba con sus caras… Se dedicó a apurar, uno tras otro, vasos llenos de cualquier cosa. No fallaba. En pocas horas era capaz de hacerse notar, aunque sólo fuera para sacarlo a patadas de allí. No lo hacía por molestar. Era sólo que en estos atroces días todo le parecía tan irreal, que sólo el dolor de los golpes en la cabeza le hacía sentir algo. Recordó como llegó a sus manos el demoníaco milagro en forma de estampita. Un estrafalario San Jorge decapitado matando al Dragón, quien lo miraba desvalido y confiado.
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Nunca habría esperado una revelación mística. De hecho, en otros tiempos se habría burlado de la situación, con todas sus connotaciones mágicas. Pero esa mañana todo le parecía posible: No entendió la mayoría de las explicaciones técnicas y odió con mirada glacial al médico que con aburrida amabilidad le explicaba la definición de la muerte cerebral. La de su hijo. ¡Su propio hijo! Al salir del hospital los sonidos de la calle le aturdían, incomprensibles. Personas con distintas prisas pasaban golpeando y sin ver. El cielo se sentía peligrosamente cercano y por primera vez, después de toda una vida de rabiosa racionalidad, pensó en Dios. Pensó luego en la miseria que era su vida y desechó esa idea. Pensó en el Diablo. Levantó la mirada por segunda vez y no vio las nubes de púrpura ni sintió el frío viento enrojeciendo sus ojos, sino que los clavó en los de una rata que mordisqueaba papel cerca de una de las viejas iglesias del barrio. Torpemente caminó hacia ella sin saber por qué. Naturalmente la rata huyó al sentirse amenazada, dejando su despojo. Horacio levantó la pequeña hoja y tuvo una enorme sensación de poder. Una figurilla reptiliana lo miraba desde ese minúsculo escenario y le prometía la vida de su hijo. Una voz ubicua, como la voz de los sueños, le dijo: “Dulce parpadeo puro de sangre”. Incongruentemente asintió, desde el fondo de su alma gimió un “Sí” y se mordió el dorso de la mano hasta que se formó una mancha en el piso. Con cuidado y musitando con labios trémulos y resecos, extendió esa mancha en un círculo sobre el que se acurrucó y se quedó dormido.
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Volvió a casa sin darse cuenta, sin saber cómo. Le costaba mucho esfuerzo salir a aliviarse con alcohol. Unos rostros extrañamente familiares que surgieron en las paredes le prohibían salir, a cada momento, y cada vez era más difícil ignorarlos. El ardor de los ojos dejó de ser una sorpresa matutina y se hizo una costumbre. Cada noche, el sueño se escapaba furtivamente, como un ladrón ahuyentado por sus propios pensamientos. ¿Cuánto tiempo habría pasado?
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En una ocasión notó algo distinto en el aire, un tono más verdoso en el techo y nuevas manchas en la pared, y sintió miedo. Descubrió que temblaba, pero estaba sudando. Se arrebujó en la sábana y quiso repasar los hechos del día, pero no encontró nada. Y sintió que, como el sueño, los recuerdos escapaban, dejando una turbia niebla allí donde ya no estaban. Vio la sombra de su mano en la pared, iluminada a través de la ventana por un coche a baja velocidad. Monstruosamente, la mano se alargó hasta convertirse en garra y desapareció en la oscuridad. La sangre seca picaba en la cabeza y en la espalda. Cerró los ojos fuertemente, para dejar de ver aquellas malignas sonrisas. No parecía que fuera a amanecer.
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Tentaleando en la cama, encontró su amuleto. Las caras de la pared se acercaron. “Esta vez se ven amables”, pensó. El ulular del viento le pareció inteligible, tan amistoso y enorme a la vez. Se levantó de la cama, decidido a salir de allí. Al tocar el piso, su pie se hundió hasta el tobillo. Se puso de pie, el suelo se lo tragó y ahogó un grito que nadie oyó.
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Al orfanato local llegó un niño que fue abandonado en estado de coma en el hospital. Le cuesta trabajo hacer amigos. Dice que las caras no encajan con los nombres.
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